Hablando del determinismo, de sus tipos y de lo que supone de limitación para el ser humano la existencia o no de libertad, me extraña que a veces no os suene de nada el asunto de los perros de Pavlov, así que os lo dejo aquí y os animo a ampliar el asunto, como siempre.
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En esta viñeta del genial Alberto Montt se bromea con la historia del experimento que voy a contaros. |
El caso es que Iván Pavlov estaba estudiando el funcionamiento del sistema digestivo de los perros y, como tenía que medir la segregación de saliva de los animales según el alimento que recibieran, notó en el curso de la investigación que el flujo de saliva aumentaba antes de que los perros tuvieran el alimento, de hecho aumentaba cuando veían a los técnicos de laboratorio. Dicho en otras palabras, para que nos entendamos, parecía como que el hambre se estimulaba no por la comida, sino por un signo distinto a ella y nada alimenticio, como son la batas blancas de laboratorio.
Movido por esta curiosidad, decidió cambiar el rumbo de sus investigaciones y dedicarlas a explicar esta asociación entre algo que no da hambre (él lo llama «estímulo condicionado«) y las ganas de comer (él lo llama «respuesta condiconada«)
El proceso de condicionamiento -o aprendizaje, como queráis llamarlo- consiste, como veis resumido en la ilustración, en que al presentar la comida al perro, se toca una campana para que el animal, de forma involuntaria, asocie el sonido de la campana con el momento de comer. Lo que observó Pavlov es que, una vez «condicionado» el animal, ya no era necesaria la comida para que éste salivase, es decir, había una respuesta fisiológica para un estímulo arbitrario elegido por el experimentador, cuando lo natural es que esta respuesta sólo se muestre ante estímulos relacionados con la comida.
¿Y qué tiene que ver esta historia con la libertad? Veamos el siguiente vídeo:
Como podemos ver nunca faltan las buenas ideas; Watson, promotor del conductismo, una escuela psicológica cercana y deudora de los experimentos de Pavlov, sostenía que el condicionamiento clásico, es decir, el modo de aprendizaje involuntario que habían tenido los canes salivantes de nuestro científico ruso, se podía aprovechar en el caso de los seres humanos. La idea es sencilla, si se logran asociar desde que somos bebés determinados estímulos a reacciones negativas podríamos obtener, por ejemplo, una generación de niños que sintieran repulsión por, yo qué sé: el queso, las monedas, las nubes o los gatos, del mismo modo que el pequeño Albert acabó temiendo a los adorables conejitos.
Y ahora las preguntas de rigor…
¿Sería posible condicionar a la gente por ejemplo para detestar la violencia?
Y en el caso de que así fuera, ¿Tendría valor moral el rechazo de esta misma violencia, si éste no es fruto de nuestra elección voluntaria?
Hay una película tan conocida como inquietante, La naranja mecánica, en la que se trata directamente esta cuestión, con simpática escena de condicionamiento incluida. Veamos: