El terremoto de Lisboa y el principio del fin del optimismo ilustrado.

El 1 de noviembre de 1755, día de Todos los Santos, a  las nueve y media de una mañana clara y fresca un terremoto arrasó la ciudad de Lisboa, mató a decenas de miles de personas y terminó por derrumbar, junto a las las viejas casas de madera, la confianza filosófica en que la humanidad está predestinada al bienestar y la felicidad.


Aparte de la ciudad y buena parte de Portugal, el sismo -y el maremoto que le siguió- afectó a otras zonas de la península ibérica y el norte de África, e incluso mató a algunos fieles que rezaban en la Catedral de Coria, a los que le cayó encima el techo. ¿Crueldad divina? La historia completa del terremoto se puede ver en muchos sitios, y recomiendo escucharla en un programa que Documentos, de rne, le dedicó a esta tragedia.

En esta página hablamos de lo que nos hace pensar, y me pregunto: ¿Cuánto y cómo nos hace pensar hoy un terremoto, una tragedia natural? Cada uno puede contestar lo que plazca, pero todo lo que nos respondamos hoy, en el S. XXI, hablará de nuestra propia empatía, sensibilidad, solidaridad… Seguro que tendemos  a planteárnoslo en términos individuales, personales. Por ejemplo, tal y como reflejan los medios de comunicación en estos casos, nos interesamos -elevan las audiencias- las historias de supervivencia o los rostros del sufrimiento. En el occidente de 1755, en el Siglo de las Luces y de la Ilustración, las cosas no eran como hoy. Las noticias de la destrucción llegaron a la europa central y francoparlante de los philosophes varias semanas después del acontecimiento. Así se medía la actualidad entonces. Por lo visto el asunto afectó muy seriamente a la gente, incluso aunque no hubieran oído una palabra en Portugués en toda su vida ni supieran con mucha claridad en qué consistía un terremoto.

Son muy llamativas las reacciones desgarradas de grandes intelectuales en esta época rococó de la frivolidad, y en especial la del gamberro Voltaire -sobre la que me extiendo luego. Me pregunto,- si ese desgarro es auténtico, como parece-, y un sentimiento además compartido, si algo así sería hoy concebible, quiero decir, si provocaría en nuestro tiempo un dolor sincero un hecho ocurrido a miles de kilómetros hace varias semanas del que solo tenemos vagas y tenebrosas noticias.

Voltaire y Rousseau

A esta altura del Siglo XVIII  la idea general sostenida por la intelectualidad ilustrada era, en lo que al dolor y el mal respecta, la doctrina que Leibniz planteara en Ensayos de Teodicea sobre la bondad de Dios, la libertad del hombre y el origen del mal en 1710. Esta doctrina, que conocemos como la de el mejor de los mundos posibles quiere resolver la vieja paradoja que retumba desde la antigüedad en las gentes de fe, a saber: ¿cómo puede un ser omnipotente consentir el sufrimiento de sus criaturas? ¿Es que no tuvo otra manera de ordenar el mundo que excluyera el sufrimiento? Leibniz resolvía esta paradoja con filosófico argumentario que podemos resumir -dolorosamente y con peligro de merecido pescozón- en la idea de que no tenemos ni idea de lo que Dios pueda haber dispuesto, pues no podemos pensar a su nivel, o, mejor dicho, sintonizar con su mente.

Además de esto los tiempos se iban iluminando poquito a poco y el teocentrismo medieval se había ido sustituyendo por otros puntos de vista más terrenales y humanistas. Donde antes sólo había miedo al pecado y temor de Dios ahora hay la oportunidad de vivir la vida, de ser feliz. Esos valores hedonistas  que hoy, en nuestra cultura  occidental, ocupan todo el aire respirable, entonces asomaban la patita.

En su Ensayo sobre el hombre (1733), Pope recogía esa visión, la más luminosa del Siglo de las Luces: «¡Oh felicidad! ¡Fin y objeto de nuestro ser! ¡Bien, Placer, Bienestar, Contento, y cualquiera que sea tu nombre!»

El terremoto de Lisboa vino a quebrar en parte esa visión luminosa -yo diría más bien fosforita– de nuestra existencia.  Voltaire (1694-1778), anonadado como tantos otros  por la tragedia, escribiría un poema en el que expresaba su desconfianza en esos principios y se quejaba de que el mal y su existencia no parece que puedan ser puestos en duda, y que el destino alcanza lo mismo a los piadosos que rezan y son aplastados que a los asesinos que se fugan aprovechando el derrumbe de sus celdas y que, en fin, vaya mundo de mierda que nos ha dejado Dios. Se titula: Poema sobre el desastre de Lisboa o Examen de este axioma: «todo está Bien» El axioma, por cierto, es el de Pope. Veamos un fragmento, a partir del verso 50; pongo en negrita lo interesante.


¿El artífice eterno no tiene en sus manos Infinitos medios,
prestos a sus designios?
Deseo humildemente, sin ofender a mi Señor,
Que esa sima, inflamada de salitre y azufre,
Hubiera encendido sus fuegos al final del desierto.
Respeto a mi Dios, pero amo al Universo.
Cuando el hombre osa gemir por un desastre tan terrible,
No es en modo alguno orgulloso, es sensible.

¿Los tristes habitantes de esas orillas asoladas,
En el horror de sus tormentos serían consolados
Si alguien les dijera: «Caed, morid, tranquilos;
Vuestros hogares se destruyeron para la felicidad del mundo;
Otras manos construirán vuestros palacios en ruinas,
Otros pueblos nacerán en vuestros muros destruidos, 
El Norte se enriquecerá con vuestras pérdidas fatales;
Todos vuestros males son un bien en las leyes generales;

Hay cierto jaleo mental… ¿Que es eso de respetar a Dios pero amar el Universo? ¿Es que el segundo no proviene del primero? Se queja Voltaire de que no podemos vivir bajo la idea leibniziana de que somos, las personas, poco más que un «accidente» conveniente a las «leyes generales». Podríamos preguntarnos qué sentido tiene por ejemplo, nuestra propoa existencia, si resulta que solo podemos entender, -somos limitados- este papel nuestro de parte necesaria, pero contingente al tiempo. Me explico: resulta que no podemos entender que somos necesarios en el «plan general», pero tenemos que asumir que somos contingentes en lo que conocemos, que podrímos llamar «plan conocido»… ¿Qué Dios es este, que juega con nosotros de esta forma?

Rousseau contestará a Voltaire, le dirá que se contradice a sí mismo, pues en otros sitios alaba a Dios y a su sabiduría infinita. Al autor del Discurso sobre las Ciencias y las Artes no le parecen bien que se exculpe al Hombre de su parte de responsabilidad. ¿Acaso no nos empeñamos nosostros mismos en habitar ciudades masificadas  en contra de lo que la naturaleza dispuso para nosotros? ¿Es que no tenemos que asumir que somos mortales y que estamos expuestos al dolor y la miseria, más probable  incluso mientras más nos alejamos de nuestro estado natural de simplicdad e inocencia? Además

Piensa que Voltaire, que juzga al optimismo como una doctrina cruel, exagera tanto nuestras miserias que añade desesperación al dolor. Ésta es su objeción y reproche fundamental: la crueldad que encierra negar cualquier tipo de consuelo. Le parece inhumano  no ofrecer ninguna respuesta a la desesperación 9. Por tanto, en un comienzo, descarta las pruebas o argumentos. ¿Qué sentimientos provoca la lectura del poema? ¿Por qué escoger la Omnipotencia de Dios a expensas de su Bondad?

Voltaire- Rousseau – En torno al mal y la desdicha. Alianza Ed. 1995, Pag71

Esta entrada es una invitación a la lectura de este libro delicioso, por cierto,  que recomiendo, y del que ha salido casi todo cuanto digo. Hay copia digital circulante, por si alguien la quiere.

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