El Club es una película muy reciente (no voy a destripar nada de la trama ni del final) que trata un tema por desgracia muy antiguo: el abuso de menores dentro de la Iglesia. No desvelo nada si digo que trata de unos sacerdotes a los que la Iglesia chilena ha desterrado a una casa en un pueblo remoto donde deben quedar apartados de la sociedad, de su pasado y de sus víctimas.

Es un filme inteligentísimo, muy duro -desde luego en clase no lo voy a poner- y que además tiene una textura visual muy particular. Buena parte de los hechos los contemplamos a contraluz o en el límite de lo visible. Hay una atmósfera a la vez gris y sucia, como el alma de todos los personajes que desfilan por esta santa compaña de desalmados. Como en todo relato inteligente no hay maniqueísmos definitivos y Pablo Larraín nos enfrenta, hablo por mí al menos, a nuestra propia conciencia, pues en no pocas secuencias me he visto comprendiendo lo incomprensible, y se nos propone empatizar con unos personajes cuyo pasado y, suponemos, cuyo interior, es abyecto, pero cuyas razones son humanas y repetibles, y repetidas. La ambigüedad es a veces es el parapeto de los bobos, pero manejada con inteligencia y creatividad es el mejor espejo de la humanidad profunda.

El tema de la película, sin embargo, yo me atrevería a decir que no es el de los abusos sexuales. Eso es el núcleo de la trama y el tejido del magma emocional que nos recubre pegajosamente. La película realmente habla de la Penitencia.
La Penitencia es, como se sabe, uno de los sacramentos característicos de la Iglesia Católica. Debe acompañar a la confesión y conduce o acompaña a la absolución de los pecados. Los teólogos se han preguntado muchas cosas sobre ella: por ejemplo qué valor puede tener el arrepentimiento del pecador para un ser como Dios, que -podríamos decir, simplificando-, no lo necesita para nada. Si admitimos, de cualquier forma, que el arrepentimiento representa algo valiosos y conveniente, aún nos podemos ir más allá, y hacer una distinción entre dos formas de arrepentirse que son, en el fondo, los dos cimientos de la película.
- La atrición es el acto de arrepentirse por el temor a Dios y a las consecuencias del pecado y el castigo que le suceda, y no porque haya una verdadero deseo de enmendar los actos y sus causas.
- Por otro lado está la contrición, que es realmente lo que debe desembocar en el acto penitencial, en el verdadero y pleno arrepentimiento de los pecados. El contrito tiene plena conciencia de sus actos y de la maldad de estos, y los rechaza y deplora por amor a Dios.
¿Se debe absolver al pecador que siente la atrición o es necesario que se haya manifestado la contrición? La doctrina por lo visto dice que la una sirve para lo leve y la otra hace falta para lo grave. El debate teológico es viejo y moderadamente intenso -un poco como todos los debates teológicos, que el tiempo los ha ido destiñendo- y no es en sí lo que me interesa, sino que estos dos viejos conceptos desgastados y aparentemente innecesarios sirven aún para dar nombre a los dos polos que sobre los que pivota la acción y las almas de los miembros de este Club selecto que nos convoca.
En efecto, la ambigüedad de la que antes hablaba, ese término medio descentrado que parecen ocupar las almas ajadas de los protagonistas, se puede entender como un a suerte de pugna entre dos exigencias: por un lado la exigencia de contrición que se alza sobre los viejos curas pecadores por parte del redentor que llega, y por otro lado la exigencia misma de los pederastas y robaniños que parecen estar detenidos en un campo enfangado de atrición y media culpa. Todos los personajes de la película, incluso las aparentes víctimas, son culpables de algo. Su culpa exige penitencia -o desde nuestro punto de vista secular, castigo se podría decir también- y esa exigencia es individual, de cada uno para sí mismo, institucional, pues la misma Iglesia la exige también y, en tercer lugar, también hay una exigencia nuestra, de los espectadores. De hecho, incluso me atrevería a decir que nosotros mismos nos vemos exigidos a repensar demasiadas cosas, y a comprender lo incomprensible, como decía antes.

El espacio sombrío y nebuloso entre atrición y contrición es el lugar del que surgen, y al que vuelven, las preguntas «de pensar» que corresponden
- ¿Sirve de algo el arrepentimiento sin reparación de daños? Y al contrario:
- ¿Puede haber compensación suficiente sin arrepentimiento completo -contrición en estos casos- del culpable?
- ¿Hay espacio para que en una conciencia humana convivan la humanidad sincera y la abyección? ¿Cuán difusa es la frontera entre ambas?
- ¿Todo es perdonable?¿De cualquier cosa cabe arrepentirse?
- Un mundo en el que no existiera el perdón -en el sentido cristiano que aquí y hoy estoy manejando- ¿sería muy diferente al que habitamos?
Hay otras muchas preguntas más terrenales y, en este caso, mucho más necesarias y convenientes que las mías, sobre el desarrollo histórico de esta plaga dolorosa que es la pedofilia; sobre si la Iglesia realmente hace lo que está en su mano por solucinarlo ahora que lo proclama constantemente. Se me escapan de las manos estas otras cuestiones.
Una película dolorosa, grande, no sé si necesaria y totalmente perdonable.